Por Roberto Vega Andersen
¡Diciembre es un mes de adioses! Si bien, en el Hemisferio Sur cuando llega el invierno se suele decir, «julio los prepara y agosto se los lleva», en alusión a los estragos producidos por el clima en la población más longeva, lo cierto es que, en vísperas del verano, este año debemos ocuparnos de algunas pérdidas que duelen.
Sin la voluntad [ni la autoridad] para escribir sus necrológicas, nos detenemos en tres nombres que bien merecen un minuto de homenaje. Me refiero a Fermín Eguía, Josefa [Pepita] Emilia Puga y Beatriz Sarlo. Cada uno en lo suyo, auténticos «tesoros nacionales vivientes». Fermín, acuarelista inigualable en nuestro país; Pepita, asistente y sucesora de Domingo Viau, un librero, galerista y editor de renombre, y Beatriz, entre sus pares, la intelectual más relevante de Argentina.
Creo haber vivido el mismo pesar hace muchos años ya, cuando falleció Aníbal Troilo [1914 - 1975], el inigualado Pichuco, «el bandoneón mayor de Buenos Aires». Muy joven y aún descubriendo esta ciudad, en reiteradas ocasiones me había propuesto escucharlo y sentir en directo su manera tan especial de vivir-componer-interpretar el tango. No era mi ritmo musical preferido, pero su voz e historia leída en algunos artículos habían despertado un especial interés, y en ese tiempo, actuaba con resonante éxito junto a Horacio Ferrer en el teatro Odeón. Pero la vida universitaria, el pensar que todos somos eternos y otras tonterías hicieron que una mañana despertara con la triste noticia. Pichuco había partido…
Aquella misma tristeza es la que he sentido estos días. No fui amigo de ninguno de estos tres gigantes, no los frecuenté, pero he hablado mucho de ellos, he disfrutado de sus obras y con sus historias, y lo seguiré haciendo como me sucede cuando escucho ese bandoneón de Pichuco… Pero no será igual.
De esto se trata la vida también. De presencias y ausencias. Y de enseñanzas…
Como todos los años, para esta época había comenzado a redactar un balance, pero Fermín, Pepita y Beatríz me llevaron por otros caminos, y con sus sabidurías - y la de Osvaldo Soriano, otro enorme pilar de la cultura argentina - , nos quedamos con aquella inolvidable frase - advierto que no me agradan las malas palabras - que lo dice todo: «la puta que vale la pena estar vivos».
Con esa sensación, y agradeciendo el acompañamiento de los colaboradores y lectores que tanto nos impulsa, brindamos por un 2025 más amigable.