Por Roberto Vega Andersen
Los Juegos Olímpicos en París centralizan el interés mediático al momento de escribir estas líneas. Más de catorce mil deportistas y una constelación de satélites que reúne técnicos y otros auxiliares, árbitros, dirigentes, guardias de seguridad, personal para las más diversas funciones, periodistas, fotógrafos, políticos, una enorme legión de espectadores y más seguridad -mucha más-, atentos al grave riesgo que Francia ha asumido en una coyuntura histórica colmada de conflictos.
Tamaño espectáculo es el escenario ideal para las protestas más variadas, y Francia lo sabe. Aún así y frente a los mayores recaudos, a escasos días del inicio de las competencias, una joven australiana denunció una violación grupal en Montmartre, a pasos del Mouline Rouge. Un episodio que activa los más diversos juicios sobre el anillo de seguridad que envuelve a la Ciudad Luz.
Le doy forma a esta editorial rememorando con humor mis inicios en el atletismo siendo un niño, una pasión pueblerina madurada sobre una pista de tierra e intensos entrenamientos diarios. Aquellas competencias avivaban el entusiasmo de toda la comunidad, no había dinero en juego, no estaba la imagen de un país hipotecada en un resultado. Era tan solo deporte, y se disfrutaba con éxitos y derrotas. A la distancia imagino que se trataba del mismo espíritu amateur que inspiró al barón de Coubertin para bregar por años hasta que el 24 de marzo de 1896, el rey Jorge de Grecia, pronunció aquellas palabras inolvidables «Declaro abierto los Primeros Juegos Olímpicos Internacionales de Atenas».
Poner en un mismo plano ambos hechos me recuerda la letra de aquella chacarera que pregona «Casas más, casas menos, igualito a mi Santiago», colocando en un mismo plano las cosmopolitas Nueva York y Buenos Aires, con el terruño provinciano, o los ríos santiagueños el Dulce y el Salado, con el Éufrates y el Tigris, o Marilin Monroe con «mi Juana», que vive cerca de Mailín…
Que el sueño de Pierre de Coubertin vigorice los lazos de confraternidad y esperanza.