Por Roberto Vega Andersen
Cada mes, nuestro radar centra sus coordenadas en un tema sobre el que desde aquí buscamos descifrar y reflexionar. En esta oportunidad fijamos la mirada en las muertes y desapariciones que cada año se suceden en el Mar Mediterráneo por obra y gracia de numerosos factores encadenados. Días atrás, un viejo pesquero atestado de migrantes -se desconoce la cifra exacta, para algunos, en torno a setecientos- se fue a pique y las medidas de rescate tan solo permitieron que 104 hombres sobrevivieran, además de localizar ochenta cuerpos sin vida; los demás, una cifra incierta, en su enorme mayoría, mujeres y niños, quedarán en el recuerdo de sus familiares y amigos -los que permanecen en África y los que ya se encuentran en algún punto de Europa- y desde las profundidades, nos interpelarán como sociedad, desnudando cuán frágiles son nuestras fortalezas humanas, las que enorgullecen a las naciones desarrolladas desde la hipocresía del buen pasar.
En América del Sur observamos estos acontecimientos a la distancia y ante cada episodio trágico del que nos llegan noticias, nos invade el silencio respetuoso y un gesto de bronca, porque los traficantes del norte de África despachan embarcaciones desvencijadas y superpobladas rumbo al imaginado Paraíso y lo hacen con miles de almas que huyen de las guerras, de las hambrunas, de la esclavitud interétnica y hasta del cambio climático… Lo hacen desde Libia y para llegar a las costas de Italia o Grecia, deben navegar hasta seis días en las condiciones más inhumanas que puedas imaginar. Y todo ello luego de abonar de cuatro a seis mil euros por persona; en tantas ocasiones, los ahorros de toda una familia para que uno de sus miembros lo intente.
Frente a estas oleadas de migrantes, Europa cruje, no encuentra el modo de asimilar tamaño éxodo y protagoniza gestos vergonzosos, como los que denuncian los activistas y las organizaciones no gubernamentales con la guardia costera griega acompañando la frágil embarcación -colmada de migrantes hambrientos y sedientos- por más de cinco horas, hasta que el barco hizo una vuelta tipo campana y se hundió. Recién entonces se activó el protocolo para efectuar las tareas de rescate y, se dice, primero actuó una embarcación de lujo de un magnate mexicano que se encontraba navegando en las proximidades y después hicieron lo propio los guardacostas. Es decir, tarde y mal.
Desde este espacio y siendo tantos de nosotros descendientes de migrantes, levantamos la voz ante tamaña injusticia en los tiempos que corren. Especialmente las naciones ricas deben actuar con un enorme compromiso solidario frente a la diáspora de las migraciones forzosas para que el Mediterráneo deje de ser la tumba no deseada de sueños y esperanzas.