Su historia se vincula a la platería argentina de modo indisoluble, y la trasciende. Fue el creador de un estilo que ya supera los cien años, el olavarriense, y decidido a liberar su capacidad artística, en 1928 se alejó de la actividad comercial, vendió su taller y negocio de platería y evolucionó en otras rutas.
En 1997 publiqué por primera vez un texto sobre su historia personal y sus artes [1], citaré algunos datos allí reunidos con la guía de Américo Arce, su hijo, y Armando Ferreira, aquel generoso maestro que enriqueció y difundió su estilo por todo el país a través de obras y discípulos.
Escribí veintisiete años atrás que en 1888 un barco los había trasladado hasta Buenos Aires, al joven Dámaso y a su familia de origen leonés. «Inducidos por la bonanza imaginada en América, los Arce le siguieron los pasos a Ignacio, el único tío paterno de aquel adolescente», pero ya desembarcados, no lograron ubicar a quien los había precedido por esta ruta y siguiendo la huella de otros paisanos, se afincaron en un paraje próximo a Indio Rico [2], adonde se habían radicado varias familias leonesas ocupadas en actividades rurales. «Lo cierto es que, a poco de arribar, muere Doroteo [su padre] y siendo Dámaso un adolescente, debe afrontar la responsabilidad de llevar los pantalones entre los suyos, la madre Juana Martínez y sus hermanas Josefa y María.»
En nuestros comienzos; la originalidad en la obra de Dámaso Arce despertó gran interés. Publicamos este artículo en 1997.
Los primeros trabajos de nuestro protagonista estuvieron ligados al campo, pero buscando su destino se trasladó a la ciudad más próxima, Tres Arroyos, adonde se incorporó al taller de platería de la familia Bagardi. Como siempre sucede en estos casos, fue mandadero, aprendiz y poco a poco incursionó en los secretos del oficio. Este «descubrimiento» aconteció en la última década del siglo XIX y en 1901 se mudó a Olavarría; ya maduro en las artes de la platería se sumó a la plantilla que dirigía Alejandro San Martín en esta ciudad. Por entonces, el taller más importante, «ubicado en la calle Vicente López 98, lo regenteaba don Luis Broggi. Como es de suponer, poco después encontraremos allí a don Dámaso Arce, ya calificado como oficial joyero.»
Y en esta saga, lo imaginado, Arce adquirió la sociedad Luis Broggi y Cía, y por un tiempo continuó a su frente sin modificar el punzón, ni la razón social, Platería, Joyería y Relojería Broggi, a la que simplemente agregó, de Dámaso Arce. «La transferencia se realiza en 1905 y como es de práctica, el recién llegado utilizará el prestigio de quien desde hace tiempo se desempeña en la zona» -escribimos en el artículo de referencia.
Consolidado en esta actividad, Arce les imprime un carácter especial a las piezas nacidas en sus manos; en esos años construye el estilo que hoy distingue a la platería de esta región bonaerense, tan particular y hasta disruptiva en la tradición criolla. Independizados de la corona española en los inicios del siglo XIX, las obras nacidas en los talleres argentinos se fueron despojando de la ornamentación barroca y rococó que definía a la producción hispanoamericana. Las superficies lisas ganaron en el interés de los usuarios hasta convertirse en el novedoso estilo porteño, del mismo modo que acontecía en los territorios más próximos al Alto Perú, donde las piezas bruñidas cual espejo solo aceptaban sutiles burilados o cincelados «a flor de agua».
Estos cambios fueron evolucionando en la región bonaerense -incluida la ciudad y la campaña- hacia el incremento en el volumen de cada pieza en especial en los usos del gaucho, y también, con la incorporación del cincelado, recurriendo especialmente a motivos inspirados en la flora: ramas, hoja, pimpollos cerrados y flores abiertas [3]. Estos cambios facilitaron el ingreso del oro con armoniosos destellos aplicados que resaltaban algunas de estas representaciones figurativas; una flor por aquí, una hoja más allá...
Dámaso Arce quebró aquel modelo en su zona, ubicada en plena pampa húmeda, y los gustos criollos locales aceptaron sus novedosos diseños que prosiguen hasta nuestros días en una auténtica escuela. Cuchillos, mates, rastras y otros diversos artículos se poblaron de mascarones, grutescos, dragones y otras figuras mitológicas en armonía con una copiosa flora, retomando desde otra perspectiva el horror vacui, horror al vacío, que distinguía a la antigua platería hispanoamericana en tiempos virreinales.
Fue aquel cincelador gigante quien irrumpió con la novedad hace más de cien años, y continuaron sus pasos quienes le sucedieron en su taller y comercio desde 1928, en principio acuñando las nuevas producciones con su punzón «D. ARCE» y más adelante, con el propio, «AMOROSO Y LLERA», éste en especial siempre acompañado por la indicación de origen, «OLAVARRÍA». Desde entonces, aquel estilo que acuñó el nombre de olavarriense fue un sello de identidad para todos los plateros de la ciudad, en general notables cinceladores, incluidos Mario Llera, Guillermo Teruelo, Antonio Forte, Manuel Ibarrondo, Donofrio y Armando Ferreira, el gran maestro, creador y director de la Escuela de Orfebrería Municipal y artífice de una saga de discípulos que, asentados en distintos puntos del país, han irradiado el estilo por buena parte de la geografía nacional.
Su irrupción en el arte
Alejado de su comercio enfocó la actividad productiva hacia la elaboración de obras muy especiales, las que creaba a su gusto, sin el compromiso de atender el encargo de un cliente. En esos años, el quehacer cultural y artístico colmaba sus días; recibir a los alumnos de las distintas escuelas o ir a visitarlos en los propios establecimientos alimentaba su pasión didáctica, y dueño de un arte inigualado con los cinceles, se abocó a la paciente misión de crear distintos jarrones de metales diversos [4] donde plasmaba su pericia y saberes...
El primero fue el que tituló Filosofía de la vida o “El camino del bien y del mal”. En la obra se presentan ambas rutas, la virtuosa en forma de espiral, en tanto que la opuesta se compacta en círculos estancos que asemejan cárceles... La recreación del símbolo masónico del ojo muestra su vínculo con la hermandad; se sabe que formó parte de la logia Primitivos Obreros de Olavarría, y su búsqueda permanente del bien refleja ese compromiso que unía a sus miembros.
En 1997, con motivo de la exposición homenaje que se celebrara en el Museo Isaac Fernández Blanco -con orgullo puedo recordar que fuí colaborador de su responsable, Américo Arce, hijo del maestro celebrado-, de la ciudad de Buenos Aires, la investigadora Marta Sánchez [5] se ocupó de su vida y creación artística, destacando en esta «su obra cumbre, el jarrón que denominó La evolución de la vida». Se trata de un recorrido desde los primeros vestigios de vida en nuestro planeta, hasta las primeras décadas del siglo veinte, «donde expone la historia de la humanidad desde la época paleolítica [...] sintética narración en imágenes [que] incluye personalidades tan relevantes como Cristo, San Juan Bautista, Durero, Da Vinci, Dante, Gutenberg con su imprenta, Cervantes y tantos otros que lograron notoriedad por su labor fecunda en pos de la humanidad. Estos personajes -sagrados y profanos- están representados con la individualidad que identifica al retrato. Por todo lo expresado, podemos considerar este jarrón labrado en plata, la obra paradigmática de Dámaso Arce».
El catálogo que acompañó aquella exposición, la segunda de Dámaso Arce en Buenos Aires, sesenta años después de su muestra en Galerías Witcomb.
El recurso del jarrón como pieza escultórica fue utilizado por este maestro leonés en diversas ocasiones; en uno de ellos -realizado también en plata, y de 57 cm de alto- cinceló el rostro de las autoridades nacionales -gobernadores y presidentes- que dirigieron nuestro país desde la Primera Junta de Gobierno hasta el entonces titular del Ejecutivo nacional, Agustín P. Justo.
Y no solo abordó obras de estas características levantadas en plata, lo hizo además en hierro -en una chapa de un milímetro de espesor, ocupándose de José Hernández y su célebre poema «Martín Fierro»- y también en cobre; siempre en muy delgadas planchas metálicas.
En esos años, entendemos, realizó varias series de mates que se alejaban de las formas arquetípicas de esta pieza. En tres de ellos, con astil y base en forma de cáliz, cinceló en el recipiente los retratos de Martín Miguel de Güemes, Justo José de Urquiza y Juan Galo Lavalle. Formaban parte de un conjunto, ya que en la boca sobreelevada y en la columna que oficiaba de astil, cinceló motivos similares, aunque en la base recreó diversas escenas que se vinculaban a cada protagonista.
De igual modo, elaboró un par de ejemplares que contenían distintas costumbres criollas, incluidas la del mate, las carreras cuadreras y el baile. Y en otra resolución plástica, se ocupó de los poetas gauchescos en una nueva serie de tres mates referidos a José Hernández, Estanislao del Campo y Olegario Andrade.
Todos ellos dialogan con los jarrones; los retratos y las escenas con personajes tienen una misma fuente de inspiración y un mismo tenor artístico. Cada una de estas obras especiales fue creada sin la voluntad de ser vendida, al contrario, fueron gestadas en el plan de enriquecer su colección y museo. Lo demuestra su destino: se conservan en el Museo de Artes Plásticas de la ciudad de Olavarría que lleva su nombre.
Un mate muy especial se escapó de este plan, quizás el encargo de un amigo, de una persona muy especial. [6] Nos referimos a la pieza que llegara a nuestras manos en el mes pasado. Un ejemplar en el que, sin duda, aplicó todo su arte y dominio del oficio. La pieza, de 17,5 cm, pesa tan solo 218 gramos, indicando que fue levantada sobre una mínima lámina de plata, y como él lo expresa, sin acudir al repujado -el golpe que aplicado desde el lado interno permite generar volumen sobre la superficie exterior-, alcanzando un nivel de precisión y sutileza con los cinceles, desconocido en otros orfebres. Y con la particularidad de que ninguno de sus miles de golpes aplicados perforó tan delgada superficie.
Con un resuelto carácter escultórico, el cuenco o recipiente se divide en tres cartelas ovales que contienen distintos abordajes ornamentales. Dámaso Arce en su esplendor artístico. Fotografía: Hilario.
En el recipiente, con su boca sobreelevada, diseñó tres cartelas ovales con motivos diversos -sus composiciones nacen en la febril imaginación de su autor- y entre ellas, en el plano superior, otros tantos mascarones que representan distintos estados de ánimo, versiones de la máscara de la comedia en sintonía con esa imagen tan poderosa del hombre verde, el mito del viejo mundo que también llegó a la platería hispanoamericana con una cara en la que se observan las hojas como parte constitutiva de su diseño.
En el astil, un nudo vegetal en forma de alcaucil y en la base, con similar inspiración fitomorfa, destaca en una banda cincelada la escena de aves alimentando a sus pichones en el nido. En el baranda inferior de la pieza, lisa, se destaca hecha a buril la firma de su autor: D. ARCE. Esta forma de identificación de su obra, sin acudir al punzón que había quedado en el taller y negocio vendido a Amoroso y los hermanos Llera, confirma nuestra datación, entendiendo que fue realizado en un tiempo posterior al año de venta de su comercio: 1928.
Del taller al museo y la sala de exposiciones, siempre educando
A la luz de su biografía, entendemos que Arce debe haber cursado la instrucción primaria en su tierra natal, puesto que desembarcó en Buenos Aires con trece, o catorce años. De ser así, aquella base fue lo suficientemente sólida como para permitirle incursionar en otros quehaceres vinculados a las ciencias que estudian la naturaleza y la historia universal.
Encontrándose al frente de su taller y comercio, en la segunda década del siglo XX se ocupó de formar una colección de piezas que aludían al pasado remoto y cercano, dando origen a un pequeño museo particular, el que fue creciendo con la incorporación de materiales procedentes del Sur y Norte de nuestro país. Y en 1920 se conectó con la dirección del Museo de Ciencias Naturales de La Plata para formar parte en los años siguientes de algunas campañas científicas desarrolladas en la Patagonia con el estudio y recolección de materiales geológicos, paleontológicos y etnográficos.
Ese compromiso lo impulsó a llevar su museo por distintos partidos de la provincia, visitando establecimientos educativos con la autorización de los respectivos consejos escolares. Las colecciones reunidas, cuenta Marta Sánchez, constituyeron «la base del patrimonio del actual Museo Municipal que hoy lleva su nombre», e incluían un importante reservorio de diversas obras y objetos artísticos; mapas, medallas, y un conjunto de piezas de su autoría, entre ellas, los célebres jarrones.
En el camino del arte, su amigo Benito Quinquela Martín lo vinculó a las Galerías Witcomb de Buenos Aires, donde en 1937 presentó sus creaciones de orfebrería. Sobre aquella exhibición, dirá la especialista citada, «obras en las que expresa su particular concepción de la platería. Todas las piezas allí presentadas se alejan de los lineamientos tradicionales de la orfebrería rioplatense y, especialmente, de las fórmulas que caracterizan los objetos tradicionales de la región pampeana: a la sencillez de la primera y la ornamentación florida de la segunda» [7].
En el camino de la educación, el maestro orfebre se atrevió a escribir un libro titulado «Historia de mi jarrón», ocupándose de su obra Una filosofía de vida -el primero realizado-, en cuyas páginas explica el sentido de cada una de las composiciones allí plasmadas, muchas de ellas replicadas en el mate que diera origen a este artículo, como por ejemplo el nido con pichones cuyos padres alimentan [mencionado en la pág. 87], y los revoltones de donde parte el cuerno de la abundancia [descripción hecha en la pág. 16].
El libro, sin fecha de edición, nos permite saber que aquel jarrón, dedicado a los niños de todas las edades, fue iniciado en 1924 y al escribir esta obra aún no había concluido. Para Dámaso Arce, las figuras -representadas en el libro a través de sus bocetos-, permitían comprender mejor «que el Destino no es más que la consecuencia de los hechos de ayer, nuestros o de nuestros antepasados».
Sin formación académica, Arce incluyó en su libro numerosas anécdotas que mostraban el valor de los museos, y en las últimas páginas de la publicación fundamentó las ventajas que estos le brindaban a la educación: «Cuando las escuelas tuvieron en todos los pueblos y ciudades museos donde poder ir a estudiar del natural», expresó, «cambió todo de tal modo que parecía se empezaba una nueva era [...]».
Era su sueño y no cesó en el deseo de plasmarlo en sus obras más logradas.
Notas:
[1] Dámaso Arce, un cincelador gigante. En «Nuestra Platería», núm. 7, 1997, pp. 20-23.
[2] Localidad ubicada en el partido de Coronel Pringles, en el Sureste de la provincia de Buenos Aires; apenas dos décadas antes de la llegada de la familia Arce, la zona había sufrido los embates de un malón. Y el pueblo se fundó largo tiempo más tarde, en 1929.
[3] La platería litoraleña, por su parte, incorporó a las aves en el repertorio de temas cincelados, especialmente la entrerriana.
[4] También realizó con el mismo plan, una jarra y un mortero, hoy conservados en el museo olavarriense.
[5] Marta Sánchez, Un personal cincelador de Olavarría. Dámaso Arce (1874 – 1942), en Dámaso Arce, artista orfebre. Buenos Aires, Museo I. Fernández Blanco, 1997, pp. 2-3.
[6] El ejemplar sobrevivió hasta nuestros días siempre en manos privadas.
[7] Marta Sánchez, ob. cit, 1997.