La colección de armas del general José Ignacio Garmendia

Vista de la gran sala de armas, entre tantas espadas se encontraban las de los generales Madariaga, Pueyrredón, Blas José Pico, Arenales, Ramírez, Luis M. Campos, Mitre y Antonio Palacios. En Plus Ultra, n. 2, pág. 18; marzo de 1916.

La colección de armas del General Garmendia, en Plus Ultra, n. 2, de marzo de 1916.

José Ignacio Garmendia, de paseo por Buenos Aires. En una publicación periódica de la época.

Guillermo Palombo

 

Miembro Emérito del Instituto Argentino de Historia Militar, integrante del Grupo de Trabajo de Historia Militar de la Academia Nacional de la Historia, Académico Correspondiente de la Academia Sanmartiniana y del Instituto Histórico y Geográfico del Uruguay, ex presidente del Instituto de Estudios Iberoamericanos.

 

Su producción impresa sobre diversas disciplinas (libros, folletos, capítulos en obras colectivas, artículos en revistas especializadas y diarios) supera los 300 títulos. Acaba de presentar Uniformes del Ejército Argentino (Lilium Ediciones, Buenos Aires, 2023), un estudio de consulta ineludible sobre el tema. LEER MÁS


Por Guillermo Palombo *

El hombre


José Ignacio Garmendia, nació en Buenos Aires el 19 de marzo de 1841 y aquí murió el 11 de junio de 1925. Fueron sus padres José Ignacio Garmendia y Alurralde, y Manuela Suárez y Lastra. Se incorporó en su adolescencia como soldado raso al Regimiento 1.º de Buenos Aires, ascendió a oficial e inició una larga carrera militar, que culminó como General de División y Ministro de Guerra. En su transcurso estuvo en las campañas de Cepeda en 1859, Pavón en 1861, en la guerra del Paraguay como jefe de batallón de la Guardia Nacional de Buenos Aires, en las dos campañas de Entre Ríos (la segunda en 1872), en la frontera sur, en las revoluciones de 1874, 1880 y 1890,  y como jefe del estado mayor del ejército que emprendió la conquista del Desierto, en la campaña del Chaco; fue además, director del Colegio Militar y Jefe del Estado Mayor del Ejército. Finalmente obtuvo su retiro en 1904.


Escuela Práctica para el servicio de la Infantería en Campaña en el Ejército de la República Argentina. 1883. Segunda edición, corregida y considerablemente aumentada. A juicio del diario “La Nación”: «Es este, sin duda, el libro más importante que en materia militar se haya publicado en la República Argentina, de algunos años a esta parte (...)». VER


Autor de obras técnicas sobre el arte militar (Escuela práctica de Infantería en Campaña y Estudios sobre las campañas de Aníbal), destacan sus Recuerdos de la Guerra del Paraguay, páginas de viva emoción con su visión personal de la contienda, que se completan con sus acuarelas sobre escenas del suceso, Cuentos de Tropa y Viajes y exploraciones sobre la Comisión Argentina de Límites con el Brasil.


Historiador y numismático, fue miembro de número de la Junta de Historia y Numismática Americana (hoy Academia Nacional de la Historia) y falleció en Buenos Aires a los 84 años, el 11 de junio de 1925.


El Museo de Armas


Garmendia comenzó a formar su colección de armas en 1864, que fue acreciendo en el tiempo, casi en su totalidad por donaciones de personas distinguidas que conoció, hasta llegar a reunir unas dos mil piezas.


En 1900 la colección, con cerca de 900 piezas había tomado su forma definitiva, ocupando dos habitaciones de su casa sita en Paraguay 1327, entre Talcahuano y Uruguay, de la ciudad de Buenos Aires. Garmendia consideraba que las armas de su colección estaban perfectamente certificadas por documentos que demostraban su procedencia. Y esto es válido en cuanto a quien se la donaba, pero no siempre en cuanto a la autenticidad de las piezas.


El grueso de la colección eran armas portátiles y contaba con algunas piezas de artillería. Las armas portátiles incluían las defensivas (armaduras, cota de malla, corazas, cascos y escudos); y las ofensivas (contundentes, de mano o sutiles; de fuste; de hoja; y de tiro [1].


Armas defensivas


En cuanto a las armas defensivas del cuerpo usadas en el siglo XVI la colección contaba con dos armaduras europeas (una de ellas había pertenecido a Enrique II de Francia), tres orientales, dos de ellas japonesas; y una cota de malla del siglo XVII, pieza que llegaba hasta la cintura y aún hasta las rodillas, guarneciendo también brazos y manos. El conjunto se completaba con tres corazas compuestas por peto y espaldar del siglo XVII y otras tantas del XVIII; dos maniquíes, vestidos con trajes de la Guardia Suiza del Papa, diseñados por Miguel Ángel, nueve cascos de diferente forma y procedencia y siete escudos de brazo de los siglos XVI y XVII, tres de ellos de bronce imitación, y uno de acero cincelado que había pertenecido a la colección del general Bartolomé Mitre.


Armas contundentes


El grupo de las armas contundentes, también llamada de mano o sutiles contaba con ocho mazas de armas o ferradas, cinco hachas y cuatro látigos de guerra o manguales, de cabo corto, de uno de cuyos extremos pendían dos o tres cadenas que terminaban en bolas con púas, con las cuales se descargaba el golpe después de revolear el arma.


Armas de fuste


Por su parte, en relación a las armas de fuste, dos de las dieciséis alabardas (cuyo hierro tenía forma de hacha, con filo semicircular, y a veces extremos punzantes en el lado opuesto y en el centro, más largo este último para poder emplearlo como el de la pica) y partesanas (con hierro como una cuchilla, de dos filos cortantes, ancha junto al asta y terminada agudamente; en ocasiones cruzada con dos puntas o con una media luna y hoja flameante) del siglo XVII con sus respectivas marcas y algunas cinceladas que habían pertenecido al general Mitre.


Un conjunto formado por 46 piezas incluía lanzas y espontones. Entre las lanzas había algunas de caciques, junto a otras que habían pertenecido al Chacho Peñaloza, y a los coroneles Miguel Guarumbá, Acuña, Ávalos y Manuel Ocampo, adornadas en plata. El espontón era una pica corta, de 7 ½ pies, por lo que se le llamó también media pica, con el hierro en forma de corazón, generalmente dorado y se usó como simple distintivo jerárquico, igual que la alabarda.


El uso del desjarretador -o desjarretadera- en una litografía de Fernando Brambila. La escena fue documentada en la expedición comandada por Alejandro Malaspina a su paso por el Río de la Plata en la última década del siglo XVIII. VER MÁS

 

En este conjunto destacamos una medialuna para desjarretar, que merece incluirse en el género, debido a su empleo como arma, pese a no serlo en puridad de verdad, pues era una herramienta de campo que a la singularidad de su adaptación castrense agregaba una eficacia probada y proclamada. Era la desjarretadora o desjarretadera, llamada indistintamente de una u otra manera, habiendo entrado solo la última en el diccionario oficial de la lengua. Consistía en una cuchilla en forma de medialuna, enastada en largo palo, y se manejaba a caballo, destinada en su función original a cortar los jarretes de las reses en recogidas y vaquerías. Cuál fue la virtud que se le descubrió para otorgarle cierta preferencia como arma de caballería y cual su esgrima, son hasta hoy incógnitas. Y con respecto a su uso específico hay tres testimonios de valor, aunque dos de ellos alejados de la época en que debe ubicarse esta mención: una acuarela de Brambila, otra de Vidal, que pintó nuestras costumbres de los últimos años del primer cuarto del siglo XIX y, en fin, un dibujo ya muy posterior, de Dulin, hacia 1860.


Armas de hoja 


El renglón de las armas de hoja permitía apreciar la evolución de la espada, desde la hoja ancha de dos filos y empuñadura en forma de cruz con los gavilanes rectos, o curvos hacia abajo con adornos variantes. Allí estaban las doce  de arzón, que bien pudieron ser mandobles o montantes de los siglos XV y XVI, casi todos ellos con sus marcas respectivas e inscripciones, como las siguientes espadas que fueron adquiriendo delgadez, ligereza y gracia, cuyos gavilanes, más largos, partían del recazo rectamente, o bien se retorcían y parecían enredarse en torno al pomo en las seis espadas de las llamada con el vocablo inglés rapier (o roperas en castellano, es decir las usadas para defensa personal como complemento de la ropa, y muy corrientes en duelos) con diferentes formas de empuñadura y de hojas, todas con sus respectivas marcas de fábrica e inscripciones. A ello se sumaban siete schiavonas, espadas anchas venecianas del siglo XVII, dos de las cuales habían pertenecido al general Mitre y diez ejemplares de espadas de diferentes formas y empuñaduras del siglo XVII.


Ni la forma de la hoja, ni la cantidad de filos, ni las empuñaduras, ni las dimensiones, guardaron en general regla alguna que las uniformara o, al menos, asimilase. Rectas o curvas, progresivamente afiladas o con punta chanfleada en forma brusca, planas, almendradas, romboidales o flameantes, con uno, dos, tres y hasta cuatro cortes, con sangría en la hoja, sin ella y aún multiplicada, nada puede ser dicho de su hechura que no esté dentro de la asaz imaginación cultivada en los pasados siglos por célebres espaderos que hicieron de su industria un arte que, si menor a nuestros ojos, no lo fue entonces, para crear un objeto de importancia vital y múltiple significación.


A ello deben agregarse veintiséis espadas de cazoleta semiesférica como una taza, cuya concavidad protegía el puño, o en forma de dos conchas laterales, cruzada por otros tantos gavilanes rectos y largos, y con un tercero, a veces, curvo, que subía hasta el pomo a guisa de guardamano. Finalmente, dieciséis espadas de corte y de combate entre las cuales se encontraban la de Bartolomé de Bracamonte (regalo del señor Ignacio Ezcurra, pero que no se sabe si había pertenecido al personaje que vino con Pedro de Mendoza o a su hijo), de Juan de Salcedo, de Juan de Alurralde, de Almodóvar, y otras con nombres más o menos ininteligibles, entre las cuales existen algunos lemas curiosos, como este que se encuentra en un estoque de baratero que al sacarla de la vaina se alarga 50 cm. “Mi sinal es el nome de Jesu”, en el anverso “Me fizo Bonepui en Alemania, otra: “Mi sinal es el nombre de Leonor” y así muchos otros lemas e inscripciones.


Destacaban en un conjunto de cincuenta piezas, espadas y sables (estos últimos variante de la espada, de hoja curva, ancha y con un solo corte, adoptado al principio del siglo XVIII y que el siguiente acabaría por ser arma principal de la caballería, pues era su función herir de filo y no de punta, descargándose el hachazo desde arriba), un sable con el que Juan Manuel de Rosas hizo la campaña al desierto en 1833 con la siguiente leyenda grabada en la hoja: “Para el Gobernador de Buenos Aires, don Juan Manuel de Rosas”. [2]


Y entre otras espadas de valor histórico, las que pertenecieron a los generales Facundo Quiroga; Fulgencio Yegros -patriota paraguayo-; Francisco Ramírez; Madariaga, Félix de Álzaga (cuya hoja fue de Carlos III), a los caciques Pincén y Saihueque; y espadines de cabildante que fueron de Jaime Alsina y de José Ignacio de Garmendia. Todas ellas montadas en plata, con excepción de las de Álzaga y de Alsina que eran de oro. Otra, como la del general uruguayo Máximo Santos, estaba adornada con piedras preciosas.


Además de estas armas blancas, la colección Garmendia disponía de otras cortas, como el puñal y la daga, usadas a manera de auxiliares en el cuerpo a cuerpo, las que si bien fueron armas de guerreros no lo fueron de soldados. La daga, pieza de la que Garmendia reunió treinta de los siglos XVI y XVII –que tuvo su diminutivo en la daguilla, diferente sólo en el menor tamaño– era de los mismos caracteres de la espada –sin excluir la guarda ni los gavilanes–, igualmente variables. Se empleaba para herir de cerca o parar los golpes del adversario, y por su escasa longitud fue considerada como arma de traición o prohibida. Completaban la colección veinte puñales de los siglos XVIII y XIX, destinados a fines análogos, más sencillos en la empuñadura, pues carecían de guarda y sus gavilanes, rectos, se reducían a formar una pequeña cruz.


El renglón de armas blancas se completaba con veinte kris malayos; un conjunto de veinticinco piezas formado por sables, cimitarras marroquíes y yataganes; y procedentes de la India cuarenta sables, un puñal y un hacha; y treinta puñales turcos y marroquíes.


Armas de tiro


Entre las armas de largo alcance Garmendia tenía tres ballestas del siglo XVI: una de muralla, una de mano y otra que era una réplica moderna. Su importancia en la colección radica en que la ballesta determina una verdadera transición entre las armas primitivas y las de fuego. Habiendo nacido con posterioridad a la aplicación de la pólvora, subsistió a la generalización del uso de ella mientras la ventaja de las nuevas invenciones no estuvo definitivamente probada; y aún cuando esto ocurrió fue desapareciendo con lentitud, como si se enredara tercamente en los resabios de una destreza humana adquirida y perfeccionada por generaciones sucesivas exclusivamente por ella y para ella, y las armas de fuego necesitaron afianzarse mucho en su eficacia –pese al mayor efecto y alcance- para obtener la cabal consagración.


Armas de fuego


La colección Garmendia permitía apreciar la lenta marcha ascendente de las armas de fuego, y quien pretenda desplegar el cuadro de su diversificación deberá siempre ajustarlo al eje del proceso evolutivo, que estriba en el sistema de disparo, desde las de rueda del siglo XVI hasta las de fulminante del XIX. Pero carecemos de descripciones perfectas y de fotografías que permitan observar pormenores, y los datos catalogados para la venta son muy imprecisos y nos impiden determinar con exactitud cuando se habla (siguiendo el orden evolutivo) del arcabuz, de su hermano menor el mosquete y de su heredero el fusil.

 

Respecto de la diferencia que pudo haber entre el arcabuz y el mosquete, los escritores militares que se han detenido para resolver el enigma, inclusive los de nombres más oscuros, que suele ser en quienes se halla más claridad, no han sabido coincidir en las conclusiones, cuando no han preferido abstenerse de una decisión concreta y definitiva.

 

Ni el apoyo contingente de la horquilla, que determina el empleo táctico; ni la forma, que distingue la época de nacimiento; ni el mecanismo de fuego, que regula la velocidad de tiro; ni el calibre, que varía la eficacia; ni la longitud del cañón, que proporciona alcance; ni el peso, que influye en la movilidad, establecen el discrimen aislado, alternativamente cambiantes en cada país, en cada época, en cada autor. Lo que parece claro es que el mosquete, más moderno que el arcabuz tenía el cañón compuesto de listones de hierro soldados, con lo cual se obtenía mayor calibre y alcance con mayor peso y longitud.

 

Destinado en su aparición a desempeñar un papel especial en las líneas exteriores, en virtud del tamaño de sus proyectiles –capaz de dañar a los arneses metálicos de la caballería y defenderse así de las cargas, muchas veces sorpresivas– , (el arcabuz) debió de funcionar a cuerda-mecha, ya que la llave de torno, más lenta y menos segura, no era garantía para el fuego rápido, pero con el tiempo fueron cambiando el calibre y, por consiguiente, la longitud y el peso de manera que terminaría por confundirse con el anciano émulo. El arcabuz, más corto y liviano que el mosquete, medía entre 0,90 y 1, 50 m. de longitud, pesaba de 7 a 10 kilogramos y tenía, en lugar de la culata triangular distintiva del mosquete, un macho o coz, que servía para empuñarlo sin apoyo en el pecho. Ambas armas se usaron con horquilla o sin ella.

 

Las armas de fuego occidentales de la colección Garmendia incluían un conjunto de treinta y nueve armas largas de los siglos XVI y XVII: nueve cuyo sistema de disparo era la llave de rueda, ornamentadas primorosamente por su construcción y adornos de oro y plata. También un grupo de armas orientales y japonesas de fuego: tres pistolas, cuatro fusiles, siete sables, diez puñales, diez cascos. Un conjunto de ciento nueve pistolas en las que hay piezas de mucho mérito por sus marcas y adornos, como las de J. M. de Rosas, hechas con hierro del aerolito, las del general Manuel Hornos, las del marqués del Puente Fuerte, las del general Juan Antonio Álvarez de Arenales y otras más de gran importancia. También existían varios revólveres de chispa, entre los cuales, uno de un mecanismo original, acreditaba el talento del artista; puñales, pistolas, bastones ídem; y así una variedad tal que se pierde de vista ante aquella aglomeración de originalidades de guerra.


Artillería


En cuanto a piezas de artillería, Garmendia recibió numerosos cañones a título de obsequio: del historiador Andrés Lamas uno de retrocarga (falconete); del coronel Paneo uno de bronce cincelado del tiempo de Felipe V; del coronel Dantas uno de buque mercante, otro inglés pequeño y un cañoncito Amstrog; del señor Moyano uno de marina; de Manuel R. Trelles un falconete de marina y una recámara postiza de un falconete del siglo XV encontrada en las excavaciones del puerto Madero; varios proyectiles de la misma antigüedad y procedencia y un cañón de fusil del siglo XVI. A ello se agregaban seis arcabuces de muralla del siglo XVI.


Otras piezas de la colección


A todo esto, debemos agregar ochenta piezas diversas, de toda clase y valor, por estar montadas en oro y plata, entre las que figuran banderas, estandartes y banderolas de lanzas que habían pertenecido a personajes de nuestro país, una colección de sesenta espuelas antiguas, las más curiosas argentinas, chilenas, peruanas y muchas de ellas del tiempo de la conquista; y diez cajas de pistolas del siglo XX de un raro valor por la construcción y adornos.


Destino de la colección


Un lustro después de su muerte, en 1930 se aseveraba públicamente que «el Museo de Armas que fuera propiedad del general José Ignacio Garmendia y que donara en su testamento ese distinguido militar» formaba parte del Museo Histórico Nacional [3]; errónea afirmación, ya que ningún arma de la colección ingresó al Museo, como lo he comprobado revisando el archivo de dicho repositorio.


Abierta la sucesión se ordenó judicialmente el remate de la colección de armas y la subasta se realizó en 1931 en la casa de remates Guerrico & Williams.


Entre los compradores se contaban los coleccionistas Jorge Llobet Cullen que adquirió sesenta piezas, Juan G. Maguire (adquirió un conjunto de lanzas), el bibliófilo y numismático Jorge Böhtlingk, y el ingeniero civil Domingo Salvio Castellanos (profesor universitario nacido el 3 de marzo de 1887 y casado con María Teresa Aubone Garmendia, nieta del general Garmendia), cuya colección particular montó en su domicilio de la provincia de Córdoba y la conservó hasta su fallecimiento el 3 de junio de 1972 a los 85 años, seguido por el de su esposa en 1974. 


Notas:

1. Alberto Martínez, Baedeker de la República Argentina. Manual de Viajero. Buenos Aires, J. Peuser, 1900, p. 176-178.  Santiago Emilio Dupuy de Lôme, «La colección de armas del general Garmendia», en Plus Ultra, año I, núm. 2, marzo de 1916. «La colección de armas del General Garmendia», en Fray Mocho, año VI, núm. 271, del 6 de julio de 1917. «La colección de armas del general José Ignacio Garmendia», en La Prensa núm. 21.806, Buenos Aires, del 3 de noviembre de 1929, cuarta sección, p. 4, con grabados. Guerrico & Williams. 1931. Judicial. Testamentaría del General don José Ignacio Garmendia y doña Maria Rufina Reynolds de Garmendia. El Museo de Armas del General José Ignacio Garmendia» [Buenos Aires], Imprenta Gadola, 1931.


2. En relación a esta pieza véase: Guillermo Palombo, «El templo parroquial de Nuestra Señora del Rosario en el pueblo y Fuerte Azul de San Serapio Mártir (1832-1863)», en Archivum, Revista de la Junta de Historia Eclesiástica, vol. XXXIII, Buenos Aires, 2021, p. 176-179.


3. Del Atlántico al Pacífico. Gran Guía ilustrada de turismo argentino-chilena […] Comprende una Reseña General de la República Argentina y de la República de Chile y una amplia información de la zona servida por los Ferrocarriles Buenos Aires al Pacífico, Trasandino Argentino y Chileno y del Estado de la República de Chile, Buenos Aires, Editorial Del Atlántico al Pacífico, 1931, p. 490.


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